Nos subimos en la lancha de Don Santiago con rumbo a las Islas De Los Uros en el lago Titicaca. Estas islas tienen varias particularidades que les iré contando a lo largo del relato. La primera es que no son islas que se crearon naturalmente, sino que un pueblo originario de la zona las construyó (y aún las sigue construyendo) con una planta que se llama totora. Son una especie de juncos que los unen unos con otros armando como una especie de colchón que flota.
Don Santiago, habitante de allí, nos contó que cuando las familias crecían mucho, o había algún problema entre varias familias de una misma isla, simplemente cortaban la totora, separaban la isla en dos, las alejaban un poco y volvían a anclar cada isla por separado. (¡Imaginen si se pudiese hacer eso para alejarse de los vecinos molestos!)
Luego de unos minutos arribamos a una de las islas. Obviamente las islas que visita el turismo están preparadas con tal fin, pero las que no tiene acceso el turismo, son muy cerradas, no tienen contacto con los turistas y tampoco con la gente de la ciudad. Mantienen muy vigentes sus costumbres al igual que sus ancestros y el lago les provee todo lo necesario para cubrir sus necesidades, sin que tengan que entrar en contacto con la «sociedad moderna».
Cuando llegamos a la isla Cappi Nativo, se me acercó una niña muy simpática de alrededor de 10 años, Dina, que se me puso a conversar. Pero enseguida se acercaron las mujeres para venderme artesanías igual que al resto de los turistas. Les expliqué que no tenía plata, que soy artesana y que con el dinero que junté me pagué el boleto de la lancha para ver y aprender cómo ellos vivían. Entonces abandonó la postura de vendedora, para conversar conmigo desinteresadamente. Ella es Jazmín, tiene 22 años como yo y tiene un bebe de un año, Jony.
Para mi gran sorpresa, repentinamente Jazmín me dijo: «Córtale el pelo a Jony», y le quitó el gorrito de la pequeña cabeza. Yo no sabía qué pensar, creía que a ella le daba miedo cortárselo y que por eso me pedía ayuda. Así que la ayudé.
De repente había un montón de gente alrededor nuestro mirando y riéndose. Y me pedían que les corte el pelo a ellos también. Rarísimo. Hasta que uno de los turistas que llegó con nosotros, se acercó y nos dijo que acostumbran a hacer eso y luego pedir dólares a los turistas. Al parecer es una tradición que los extranjeros les corten el pelo y luego les den dinero. Pero Jazmín ya sabía mi situación. Igual es me hizo sentir un poco incómoda.
Cuando finalicé, Jazmin colocó el pelo en una bolsita, me lo entregó y me dijo que ahora era la madrina de Jony y su comadre, y que si queríamos podíamos ir a dormir a su casa, en la isla que ellos vivían. Fue muy tentadora la propuesta, pero estábamos con ese miedo a que nos quieran cobrar que nos inculcó el turista. ¿Y si hacíamos algo que los ofendiera? ¿Y si se arrepentían de recibirnos? ¿Y si por algún motivo nos sentíamos incómodos y nos queríamos volver? Sabíamos que si la decisión era quedarnos no había marcha atrás, ya que la última lancha regresaba a las 16 horas. Y nos ganaron las dudas. Así que nos regalaron una postal donde anotaron sus nombres y el nombre de la isla. Tomamos la lancha y nos fuimos a la otra isla.
La segunda isla era más turística aún. Era una especie de hotel para turistas. Tenía muchas chositas de totora con colchones que hacían de habitación. ¡Y nosotros que podríamos habernos quedado en una isla de verdad! Una sensación de gran arrepentimiento nos rodeaba. Seguíamos dudando si ir o no ir. Pero enseguida nos distrajimos de eso porque los hombres de la isla estaban construyendo un bote de totora. Fue muy interesante ver cómo lo hacían y ayudarlos mientras jugábamos con los niños. Y de repente llegó Dina con el hermanito. Y nos volvió a decir que vayamos a la isla, que mi comadre nos iba a hospedar. ¡Y nos convenció!
Nos subimos en un bote que remaba ella solita, una genia total, y nos dirigimos a la isla. En el camino el enanito ese que se ve en la foto, me insinuó que se quería casar conmigo y casi me muero de la ternura.
Cuando llegamos mi comadre no estaba, se había ido a pescar y podría tardar horas en regresar. Ya faltaba media hora para que partiera la última lancha. No podíamos quedarnos sin que ella supiese. Entonces Dina nos llevó nuevamente para que podamos subirnos a la última lancha.
Nunca me arrepentí tanto de algo. Por miedo, inseguridad o lo que sea, me perdí una experiencia única. Pero así y todo viví el Titicaca de otra forma y con mucho contacto con los isleños. Es una de las historias que más me gusta contar del viaje.